
¡Ha
llegado!
Se escucha la voz clara y aguda de
un chico que va dando voces por la calle. Marido y mujer se miran. De momento
no entienden.
¡Ha llegado a la aldea! ¡Se ha
instalado en cuatro viviendas!
Parece canto de lechuza augurando
muerte. La esposa nota como se le aguan los ojos. El marido siente que la
respiración se le corta. A ella le tiemblan las manos sin control mientras que
él se pone manos a la obra. De cualquier forma ya se había preparado para este
momento. Con gran velocidad cierra el par de ventanas que componen la vivienda.
Coge los maderos junto a éstas, los toscos clavos y el mazo. Clava con frenesí
los maderos para tapiar las ventanas, como si con ello pudiera evitarle la
entrada al enemigo. ¡Ayúdame, mujer! Ella parece salir de su ensimismamiento y
corre en su ayuda. Ella sostiene los maderos, él los calva a la pared de madera
apolillada y semipodrida. Con tal estruendo, los seis críos han despertado y
acuden a la habitación que hace las veces de cocina y comedor, para ver qué
sucede. Sólo tienen doce, ocho, siete, seis, tres y dos años de edad. Son tan
pequeños, piensa la mujer, mis hijos.
El esposo se afana por clausurar
puerta y ventanas, la mujer le ayuda. Los niños observan impertérritos, ajenos
a cualquier cosa que no esté relacionada con un desayuno de caldo aguado y pan
hecho en casa. Marido y mujer nunca sabrán que no será por ahí por donde habrá
de entrar. Lo hará sigilosamente, sin que nadie lo perciba ni se dé cuenta, lo
hará igual de noche que de día e irá montado sobre un conveniente transporte de
cuatro patas y larga cola. Entrará a la casa sin que ninguno de los ocho
integrantes pueda evitarlo, sin que ninguno sobreviva a su demencial ataque de
negra muerte. Y yo nunca podré decirle que el hijo número siete viene en
camino, piensa la mujer, ya nunca lo haré. Tiempo después exhala su último
aliento.
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