Susana Pagano
domingo, 28 de mayo de 2017
HAMBRE
La niña recogió
una manzana medio podrida del suelo y la engulló con avidez. Hacía más de 3
días que no llevaba bocado alguno a su estómago. Y éste tenía la perversa manía
de recordarle con aspavientos y dolores varios, la ausencia de alimento que lo
hacía estremecerse. Ni por un momento se le ocurrió la posibilidad de que la
manzana semipodrida le pudiera hacer algún daño. Su madre se habría horrorizado
de lo que estaba haciendo. Pero su madre no estaba ahí, hacía mucho que no
estaba. Y ella, con sus escasos 13 años tenía que decidir si se comía una
manzana en esas condiciones o pasaba un día más sin comer. Decidió hacer caso
omiso a la vocecilla materna que la prevenía del peligro. Es más, ni siquiera
se dio cuenta de que le hablaba. Sus tripas crujieron ansiosas y contentas al
sentir que, al fin, llegaba algo comestible a sus entrañas. La chiquilla se
sintió regocijada por un breve momento. Luego recordó que también debía
encontrar algo de agua, pero agua que no hubiera sido contagiada de esa absurda
enfermedad a la que todos temían y que nadie sabía de dónde había llegado y por
qué. La niña recorrió la pequeña cabaña con cautela, no fuera a ser que hubiera
todavía algunos enfermos que terminaran por contagiarla a ella también. Pero
todo era silencio, un absoluto y férreo silencio mortífero que helaba la
sangre. Se sintió de pronto invadida por ese sentimiento de soledad y abandono
que la venía persiguiendo desde hacía más de ocho meses. Desde que toda su
familia pereciera a causa de la peste negra, la embargaban esos sentimientos de
angustia y soledad que habían venido a instalarse a su vida con férrea determinación.
Pensó en los cadáveres....

lunes, 5 de septiembre de 2016
DICEN QUE MURIÓ DE PESTE NEGRA
Dicen que murió de peste negra, repitió por cuarta
vez la dependienta de la pizzería, con unos dolores que ya anunciaban su
ingreso a un mundo un poco más terrorífico que el infierno. El par de chicas
rieron con nerviosismo mientras una de ellas pagaba el consumo de ambas con:
una cantidad estratosférica de euros para la porquería de pizza que se come
aquí, así le diría a su amiga al salir del establecimiento. Pero qué importa,
respondió la otra, nos ha dado muchísima información buenísima para contar en
el hostal, acuérdate que hoy toca hablar de fantasmas en la tertulia de la
noche. ¿Tertulia?, ¿llamas tertulia a esa bola de idioteces que escupen por
cada poro un puñado de turistas ignorantes cuyo único interés es meterse a la
cama con cuanta escoba se encuentran en el camino? ¡Ay, qué pesada eres! Y
finalmente no es más que otra historia de fantasmas, una más entre mil. Bueno,
pero ésta hace referencia a alguien muy importante, un médico. El médico de la
peste… sí claro…
Mira, vamos por ése otro canal,
por ahí no hemos pasado todavía. Pero ése no nos va a llevar al hostal, va
hacia el otro lado de la isla y nosotras tenemos que ir hacia el este… ¡Tú qué
sabes de puntos cardinales!, eres tan norteada o más que yo… ándale, vamos. No,
yo mejor prefiero regresar al hostal. ¿No que tenías mucho espíritu de aventura?
Ya no tarda en caer la noche y no sería lindo que nos perdiéramos por todo
Venecia y sin siquiera poder tomar un taxi de regreso. ¿No será que la historia
del espíritu ése ya te dio miedo?, porque eres un poco miedosita, ¿no? ¡Claro
que no!, es sólo precaución, no sabemos italiano… ¿Y cómo es que le entendiste
a la pizzera toda su historia de miedo?... Porque la contó cuatro veces, en
algún momento le tenía que entender. Ash, bueno te concedo una pero eso no te
quita que seas una coyona… mira, por allá se ve un bar, si tenemos suerte, nos
ligamos a un par de papacitos italianos.
Murió entre escupitajos negros,
sudores sanguinolentos y delirios horrorosos, había dicho la robusta y
sonrosada dependienta. La muerte lo sorprendió como a medio mundo en aquél entonces,
sólo que éste era un muerto especial porque practicaba la medicina, curaba –o
decía que curaba- enfermos de una enfermedad de la que luego él mismo habría de
ser víctima. Pero lo peor fue que no pudo salvar a su hijita, una niña
pequeña…. Unos seis, siete años o así… se la cargó también la epidemia pero
para el pobre hombre fue peor que ver morir media ciudad vencida por la
epidemia. Era su luz, su único lazo con este mundo… entonces juró venganza,
porque le echó la culpa a la ciudad, ¿sabes?… y decidió que morirían todos los
que tuvieran que morir sin que él moviera un dedo para salvarlos. Y, en efecto,
murieron cientos, miles… sin que él hiciera nada para darles siquiera un buen
morir… fue entonces cuando se contagió él, que creía que por ser médico de la
peste no iba a sucumbir, ¡qué idiota! En cambio, se enfermó y en cinco días se
lo estaba llevando la góndola de los cadáveres. Pero no quedó ahí, se murió tan
furioso de haber perdido a su única hija que no ha podido descansar en paz
desde entonces… Así que de vez en cuando aparece por el puente del Rialto con
su abrigo largo, su sombrero redondo y su máscara de con nariz en forma de pico
de ave para guardar hierbas aromáticas que le evitaran la desgracia de oler a
la muerte. ¡Para lo que le sirvió la ridícula máscara! Dicen que si lo ves, te
contagias de algo, aunque sea de gripa.
Pero
el galeno no va en busca de catarros, tosesitas con flemas, entuertos o
inofensivas jaquecas. Busca un culpable entre los culpables. Alguien que reciba
su justo castigo por haberle arrebatado su tesoro… su único tesoro. Se la llevó
en su momento más bello, cuando se es demasiado inocente para saber las cosas
de la vida… Era un ángel, dijo en voz alta cuando subieron el diminuto cuerpo a
la góndola de la muerte. Echarán los cuerpos al mar para que se los coman las
criaturas del fondo, se contaminarán las aguas venecianas de esa maldita muerte
negra, reflexionó el médico de la peste mientras veía alejarse la embarcación que
se llevaría a su hija para siempre. Maldita Venecia, dijo en voz alta, maldita
ciudad funesta. Y como en un ensueño de neblina, bruma y dolor, vio aparecer
por el puente del Rialto a dos mujeres que parecían pasear sin ninguna zozobra
a cuestas. Forasteras, dijo entre dientes, odio a los forasteros igual que a la
muerte negra. Son la misma plaga pero disfrazada. Las vio reír, discutir
cuestiones que no llegaban a su entendimiento; también las vio preguntar a un
transeúnte por una referencia. Están perdidas, pensó, tan perdidas como mi
hija, como mi pequeña… El doliente padre se calzó la cabeza con el sombrero
redondo, se colocó la máscara de pico de ave para cubrirse del contagio… y las
siguió…
jueves, 21 de julio de 2016
PONTE DOI SOSPIRI
“Me detuve en Venecia, en el Puente de los Suspiros.
Un palacio y una prisión en cada mano”, Lord Byron

viernes, 15 de julio de 2016
MUERTE NEGRA

¡Ha
llegado!
Se escucha la voz clara y aguda de
un chico que va dando voces por la calle. Marido y mujer se miran. De momento
no entienden.
¡Ha llegado a la aldea! ¡Se ha
instalado en cuatro viviendas!
Parece canto de lechuza augurando
muerte. La esposa nota como se le aguan los ojos. El marido siente que la
respiración se le corta. A ella le tiemblan las manos sin control mientras que
él se pone manos a la obra. De cualquier forma ya se había preparado para este
momento. Con gran velocidad cierra el par de ventanas que componen la vivienda.
Coge los maderos junto a éstas, los toscos clavos y el mazo. Clava con frenesí
los maderos para tapiar las ventanas, como si con ello pudiera evitarle la
entrada al enemigo. ¡Ayúdame, mujer! Ella parece salir de su ensimismamiento y
corre en su ayuda. Ella sostiene los maderos, él los calva a la pared de madera
apolillada y semipodrida. Con tal estruendo, los seis críos han despertado y
acuden a la habitación que hace las veces de cocina y comedor, para ver qué
sucede. Sólo tienen doce, ocho, siete, seis, tres y dos años de edad. Son tan
pequeños, piensa la mujer, mis hijos.
El esposo se afana por clausurar
puerta y ventanas, la mujer le ayuda. Los niños observan impertérritos, ajenos
a cualquier cosa que no esté relacionada con un desayuno de caldo aguado y pan
hecho en casa. Marido y mujer nunca sabrán que no será por ahí por donde habrá
de entrar. Lo hará sigilosamente, sin que nadie lo perciba ni se dé cuenta, lo
hará igual de noche que de día e irá montado sobre un conveniente transporte de
cuatro patas y larga cola. Entrará a la casa sin que ninguno de los ocho
integrantes pueda evitarlo, sin que ninguno sobreviva a su demencial ataque de
negra muerte. Y yo nunca podré decirle que el hijo número siete viene en
camino, piensa la mujer, ya nunca lo haré. Tiempo después exhala su último
aliento.
domingo, 26 de junio de 2016
EL VIOLÍN
Al término del concierto se refugia en su camerino con el
único deseo de regresar al hotel al lado de su esposo. Pero deben ir a la cena
de gala dispuesta para el director y los demás miembros de la filarmónica así
que se sienta frente al espejo para revisar su maquillaje. Tiene que retocar el
rubor y las sombras de los ojos, dar una buena cepillada a su cabellera
castaña, pues luce opaca y descuidada. Sin embargo, toma entre sus dedos el
arco del violín en lugar del cepillo para el cabello y siente un irrefrenable
impulso por colocar de nuevo el instrumento bajo su barbilla. No se trata de un
deseo, sino de algo parecido a un orden que viene desde su interior. Lo que
menos quiere en ese momento es volver a poner las manos sobre el violín después
de ensayar toda la mañana y luego de haber dado un concierto tan largo. Los
dedos los siente acalambrados, un poco rígidos. Debe descansar, no seguir
tocando perennemente. Pero sus manos ya no obedecen las órdenes de su cerebro, al
parecer, ahora actúan a voluntad. Los dedos de su mano izquierda pisan las
cuerdas. Los de su mano derecha cogen el arco. El Allegro del Concerto Grosso
de Handel surge de las cuerdas del violín con movimientos suaves y pausados.
Josephine siente que su amado instrumento interpreta esas notas para ella misma,
para complacerla sólo a ella. El violín logra con sus notas que su dueña se
meza en un vaivén melodioso y perfecto que la transporta a una especie de éxtasis
límbico…
…Hasta que cobra una
furia inaudita. De la dulzura inicial, el instrumento de cuerda pasa a
convertirse en un ser rabioso. De él surgen las notas de manera violenta, y
bajo su violencia, el cuerpo de Josephine se sacude con ímpetu. Su cabello, despeinado
y rebelde, se agita, se enmaraña, se sacude. Al mismo tiempo, la frente y las
axilas de la joven se empapan de la humedad causada por un ardor que mana desde
su interior y que literalmente, la quema por dentro. Por un instante cree estar
dando el último concierto de su vida… Los dedos largos, afilados y de pulcras
uñas cortadas al ras, comienzan a sangrar. El instrumento se tiñe de escarlata
y, por un momento, Josephine recuerda una de sus películas favoritas: El Violín Rojo. Una delicada historia de
amor que atraviesa los avatares de cuatro siglos y que aún perdura en las
curvas sensuales y tersas de un violín teñido con sangre. Pero en esta ocasión
no es por devoción ni por el deseo de perpetrar el estado amoroso, sino por el
sacrificio que alguien más hace de ella. Después de la sangre, Josephine ve
cómo se desgarran sus dedos de tanto pisar cuerdas, de tanto mover el arco, de
la brutalidad con la que pisan, se mueven y suben y bajan. Luego viene la
epidermis que se desprende de sus dedos en pequeñas tiras primero, luego en
pedazos más grandes de carne, cartílago, músculo y tendones. Le siguen las
manos que se descarnan de igual modo hasta que es posible ver los huesos y,
junto con ellos, el dolor que la embarga al ver y sentir esas manos sin piel,
esos divinos dedos que ya no servirán para nada. Un talento que se va por la
borda, una carrera que se va por la borda… una vida que se va por la borda.
Primero muerta. Sí, más te valdría estar muerta, susurra una voz en su oído o,
mejor dicho, en su cerebro. Pero los acordes del Allegro de Handel siguen resonando de una pared a la otra
estrellándose también en piso y techo. El volumen de la música es tan alto que,
por un momento, Josephine cree que le reventará los tímpanos. Mira con horror
las falanges sanguinolentas que siguen haciendo pisadas sobre unas cuerdas que
se confunden entre pequeños retazos sanguinolentos. Se hubiera desmayado de no
ser porque su esposo abre la puerta del camerino con premura. Cesa la música
involuntaria con la misma brusquedad con la que la ha estado acosando. La joven
mira a su marido con el rostro contraído por el miedo. Luego vuelve la vista a
sus propias manos; ya no mana sangre de sus dedos, tampoco se ven los huesos,
ni los músculos. El dolor también ha desaparecido. Y su esposo la mira sin
comprender. Josephine guarda con rapidez el instrumento dentro de su estuche. Simula
que no ha pasado nada. El timbre del celular repica dentro de su bolso. Aún
sudorosa y temblando, rebusca dentro de las profundidades de ese gran costal de
objetos inútiles que es su bolso de mano. Por fin lo encuentra.
- Hija, ¿te encuentras
bien? -Josephine escucha la voz de su padre del otro lado de la
línea y suspira.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)