Al término del concierto se refugia en su camerino con el
único deseo de regresar al hotel al lado de su esposo. Pero deben ir a la cena
de gala dispuesta para el director y los demás miembros de la filarmónica así
que se sienta frente al espejo para revisar su maquillaje. Tiene que retocar el
rubor y las sombras de los ojos, dar una buena cepillada a su cabellera
castaña, pues luce opaca y descuidada. Sin embargo, toma entre sus dedos el
arco del violín en lugar del cepillo para el cabello y siente un irrefrenable
impulso por colocar de nuevo el instrumento bajo su barbilla. No se trata de un
deseo, sino de algo parecido a un orden que viene desde su interior. Lo que
menos quiere en ese momento es volver a poner las manos sobre el violín después
de ensayar toda la mañana y luego de haber dado un concierto tan largo. Los
dedos los siente acalambrados, un poco rígidos. Debe descansar, no seguir
tocando perennemente. Pero sus manos ya no obedecen las órdenes de su cerebro, al
parecer, ahora actúan a voluntad. Los dedos de su mano izquierda pisan las
cuerdas. Los de su mano derecha cogen el arco. El Allegro del Concerto Grosso
de Handel surge de las cuerdas del violín con movimientos suaves y pausados.
Josephine siente que su amado instrumento interpreta esas notas para ella misma,
para complacerla sólo a ella. El violín logra con sus notas que su dueña se
meza en un vaivén melodioso y perfecto que la transporta a una especie de éxtasis
límbico…
…Hasta que cobra una
furia inaudita. De la dulzura inicial, el instrumento de cuerda pasa a
convertirse en un ser rabioso. De él surgen las notas de manera violenta, y
bajo su violencia, el cuerpo de Josephine se sacude con ímpetu. Su cabello, despeinado
y rebelde, se agita, se enmaraña, se sacude. Al mismo tiempo, la frente y las
axilas de la joven se empapan de la humedad causada por un ardor que mana desde
su interior y que literalmente, la quema por dentro. Por un instante cree estar
dando el último concierto de su vida… Los dedos largos, afilados y de pulcras
uñas cortadas al ras, comienzan a sangrar. El instrumento se tiñe de escarlata
y, por un momento, Josephine recuerda una de sus películas favoritas: El Violín Rojo. Una delicada historia de
amor que atraviesa los avatares de cuatro siglos y que aún perdura en las
curvas sensuales y tersas de un violín teñido con sangre. Pero en esta ocasión
no es por devoción ni por el deseo de perpetrar el estado amoroso, sino por el
sacrificio que alguien más hace de ella. Después de la sangre, Josephine ve
cómo se desgarran sus dedos de tanto pisar cuerdas, de tanto mover el arco, de
la brutalidad con la que pisan, se mueven y suben y bajan. Luego viene la
epidermis que se desprende de sus dedos en pequeñas tiras primero, luego en
pedazos más grandes de carne, cartílago, músculo y tendones. Le siguen las
manos que se descarnan de igual modo hasta que es posible ver los huesos y,
junto con ellos, el dolor que la embarga al ver y sentir esas manos sin piel,
esos divinos dedos que ya no servirán para nada. Un talento que se va por la
borda, una carrera que se va por la borda… una vida que se va por la borda.
Primero muerta. Sí, más te valdría estar muerta, susurra una voz en su oído o,
mejor dicho, en su cerebro. Pero los acordes del Allegro de Handel siguen resonando de una pared a la otra
estrellándose también en piso y techo. El volumen de la música es tan alto que,
por un momento, Josephine cree que le reventará los tímpanos. Mira con horror
las falanges sanguinolentas que siguen haciendo pisadas sobre unas cuerdas que
se confunden entre pequeños retazos sanguinolentos. Se hubiera desmayado de no
ser porque su esposo abre la puerta del camerino con premura. Cesa la música
involuntaria con la misma brusquedad con la que la ha estado acosando. La joven
mira a su marido con el rostro contraído por el miedo. Luego vuelve la vista a
sus propias manos; ya no mana sangre de sus dedos, tampoco se ven los huesos,
ni los músculos. El dolor también ha desaparecido. Y su esposo la mira sin
comprender. Josephine guarda con rapidez el instrumento dentro de su estuche. Simula
que no ha pasado nada. El timbre del celular repica dentro de su bolso. Aún
sudorosa y temblando, rebusca dentro de las profundidades de ese gran costal de
objetos inútiles que es su bolso de mano. Por fin lo encuentra.
- Hija, ¿te encuentras
bien? -Josephine escucha la voz de su padre del otro lado de la
línea y suspira.