domingo, 26 de junio de 2016

EL VIOLÍN

Al término del concierto se refugia en su camerino con el único deseo de regresar al hotel al lado de su esposo. Pero deben ir a la cena de gala dispuesta para el director y los demás miembros de la filarmónica así que se sienta frente al espejo para revisar su maquillaje. Tiene que retocar el rubor y las sombras de los ojos, dar una buena cepillada a su cabellera castaña, pues luce opaca y descuidada. Sin embargo, toma entre sus dedos el arco del violín en lugar del cepillo para el cabello y siente un irrefrenable impulso por colocar de nuevo el instrumento bajo su barbilla. No se trata de un deseo, sino de algo parecido a un orden que viene desde su interior. Lo que menos quiere en ese momento es volver a poner las manos sobre el violín después de ensayar toda la mañana y luego de haber dado un concierto tan largo. Los dedos los siente acalambrados, un poco rígidos. Debe descansar, no seguir tocando perennemente. Pero sus manos ya no obedecen las órdenes de su cerebro, al parecer, ahora actúan a voluntad. Los dedos de su mano izquierda pisan las cuerdas. Los de su mano derecha cogen el arco. El Allegro del Concerto Grosso de Handel surge de las cuerdas del violín con movimientos suaves y pausados. Josephine siente que su amado instrumento interpreta esas notas para ella misma, para complacerla sólo a ella. El violín logra con sus notas que su dueña se meza en un vaivén melodioso y perfecto que la transporta a una especie de éxtasis límbico…
…Hasta que cobra una furia inaudita. De la dulzura inicial, el instrumento de cuerda pasa a convertirse en un ser rabioso. De él surgen las notas de manera violenta, y bajo su violencia, el cuerpo de Josephine se sacude con ímpetu. Su cabello, despeinado y rebelde, se agita, se enmaraña, se sacude. Al mismo tiempo, la frente y las axilas de la joven se empapan de la humedad causada por un ardor que mana desde su interior y que literalmente, la quema por dentro. Por un instante cree estar dando el último concierto de su vida… Los dedos largos, afilados y de pulcras uñas cortadas al ras, comienzan a sangrar. El instrumento se tiñe de escarlata y, por un momento, Josephine recuerda una de sus películas favoritas: El Violín Rojo. Una delicada historia de amor que atraviesa los avatares de cuatro siglos y que aún perdura en las curvas sensuales y tersas de un violín teñido con sangre. Pero en esta ocasión no es por devoción ni por el deseo de perpetrar el estado amoroso, sino por el sacrificio que alguien más hace de ella. Después de la sangre, Josephine ve cómo se desgarran sus dedos de tanto pisar cuerdas, de tanto mover el arco, de la brutalidad con la que pisan, se mueven y suben y bajan. Luego viene la epidermis que se desprende de sus dedos en pequeñas tiras primero, luego en pedazos más grandes de carne, cartílago, músculo y tendones. Le siguen las manos que se descarnan de igual modo hasta que es posible ver los huesos y, junto con ellos, el dolor que la embarga al ver y sentir esas manos sin piel, esos divinos dedos que ya no servirán para nada. Un talento que se va por la borda, una carrera que se va por la borda… una vida que se va por la borda. Primero muerta. Sí, más te valdría estar muerta, susurra una voz en su oído o, mejor dicho, en su cerebro. Pero los acordes del Allegro de Handel siguen resonando de una pared a la otra estrellándose también en piso y techo. El volumen de la música es tan alto que, por un momento, Josephine cree que le reventará los tímpanos. Mira con horror las falanges sanguinolentas que siguen haciendo pisadas sobre unas cuerdas que se confunden entre pequeños retazos sanguinolentos. Se hubiera desmayado de no ser porque su esposo abre la puerta del camerino con premura. Cesa la música involuntaria con la misma brusquedad con la que la ha estado acosando. La joven mira a su marido con el rostro contraído por el miedo. Luego vuelve la vista a sus propias manos; ya no mana sangre de sus dedos, tampoco se ven los huesos, ni los músculos. El dolor también ha desaparecido. Y su esposo la mira sin comprender. Josephine guarda con rapidez el instrumento dentro de su estuche. Simula que no ha pasado nada. El timbre del celular repica dentro de su bolso. Aún sudorosa y temblando, rebusca dentro de las profundidades de ese gran costal de objetos inútiles que es su bolso de mano. Por fin lo encuentra.

- Hija, ¿te encuentras bien? -Josephine escucha la voz de su padre del otro lado de la línea y suspira.