jueves, 21 de julio de 2016

PONTE DOI SOSPIRI




“Me detuve en Venecia, en el Puente de los Suspiros. 
Un palacio y una prisión en cada mano”, Lord Byron 



Sostenía entre las manos una pequeña Biblia que fingía leer cuando entraba alguien a la habitación. En realidad, miraba por la ventana del Palazzo Dolfin Manin hacia el Gran Canal. De vez en cuando exhalaba un suspiro. Sólo Gianna sabía lo que realmente pasaba por esa cabeza de bucles castaños. Pero su criada no se encontraba ahora, había salido a hacer un recado de su ama. Debía entregar una carta. Una escrita con los latidos de un corazón atribulado. Momentos después, Brunella escuchó sobresaltada unos pasos presurosos. No eran los de su marido, eso lo supo al instante. Conocía de sobra las pisadas rotundas y violentas de un conde desdeñoso y cruel como el que más. Éstos eran otros, unos que presagiaban el mal. Y eran de mujer. La puerta del salón de lectura se abrió de golpe. Era Gianna que regresaba antes de tiempo. Y por la expresión de su rostro, Brunella lo supo. Se incorporó de un brinco, tomó a su criada por los hombros y la sacudió con fuerza como si con ello pudiera borrar la noticia que con tanta premura había venido a entregarle. Se lo han llevado, fue todo lo que Gianna pudo decir y cayó de rodillas sobre las baldosas para luego cubrirse el rostro y llorar. ¿Fue el conde, verdad? Preguntó Brunella aun cuando sabía de sobra la respuesta. Gianna sólo asintió con la cabeza. ¿Cómo lo supo? Váyase, señora, el amo viene en camino… la condenarán a usted también. ¿También?... La Prisión de la Inquisición, dijo Brunella en un susurro. Sin pensar más, arrojó la Biblia al suelo con descuido, casi con rabia, y corrió escaleras abajo sin escuchar los gritos de su criada que la urgía a fugarse cuanto antes. No sabe cómo pudo evadirlo, pero en el camino hacia el pequeño muelle a pie del palazzo, logró zafarse de las garras del marido despechado. Brunella se recogió las largas enaguas, bajó los cuatro escalones que conducían al pequeño muelle y brincó dentro de la góndola. Lárgate, ordenó al gondolero. Él sólo la miró con sorpresa y obedeció. Las damas no saben conducir góndolas, pensó el joven con el ceño fruncido. Pero Brunella sí que sabía, aprendió a hacerlo durante sus expediciones nocturnas. Detrás de ella, el conde le pisaba los talones. Eso no detuvo su marcha, ni siquiera asomó la duda ni el temor en su decisión. Clavando el remo en las aguas heladas del invierno veneciano con gran rapidez, Brunella hizo navegar la góndola por el canal y por un par de metros evitó que su marido brincara dentro de la embarcación. Pero él no se detendría ahí, encontraría la manera de darle alcance. Brunella olvidó la existencia del conde, la brisa gélida de la caída de la tarde sobre el gran canal o, incluso, la sentencia que a ella misma impondrían. Todo. Olvidó todo… excepto a él. El adulterio se paga con la vida, le habían dicho. El remo se insertaba una y otra vez entre las aguas turquesa de los canales mientras la góndola se deslizaba por sus aguas. Y al fin llegó al rio della Canonica en donde hacía apenas unos años inauguraron el puente que uniría para siempre los destinos del Palazzo Ducale y la nueva prisión. Brunella miró hacia arriba, hacia el puente de estilo barroco. Ahora lo veía tan pequeño e insignificante, tan lóbrego… En ese punto hizo detener su embarcación. Y entonces escuchó su nombre en forma de grito siniestro. Su corazón se detuvo por un instante. Era él. Era su voz desgarrada por el miedo y la desesperanza. A ella le era imposible verlo, pero se conformaba con escuchar su voz. ¡Ruggiero!, le gritó ¡Brunella!, volvió a decir él… y no hubo nada más que pudieran decirse. Atrás de la condesa hizo su aparición otra góndola… su ocupante: el conde quien de su jubón extrajo una pistola de oro con cacha de marfil. Con ella habría de disparar a la condesa. Lo hizo por la espalda. Desde lo alto se escuchó el grito del hombre al que pronto habrían de sentenciar, era el aullido más que de un condenado, de un muerto en vida. Llegó la embarcación del conde al lado de la de su esposa. La contempló tirada en el piso de ésta sobre un charco escarlata. Ella lo miró desde abajo, sin poder respirar apenas, la bala había traspasado un pulmón. Brunella emitía su último suspiro al mismo tiempo que Ruggiero suspiraba de dolor profundo desde el interior del puente. Ambos suspiros se unieron en uno solo. En uno que retumbó, de las paredes del Palazzo Ducale hacia las de la prisión nueva, dejando ahí su huella indeleble de amor y muerte.

viernes, 15 de julio de 2016

MUERTE NEGRA

Espera con serena paciencia la llegada del nuevo día mientras mezcla con parsimonia los ingredientes. Ha de preparar una hogaza de pan. Una para su pequeña familia y varias más para vender en el mercado de la abadía para ese domingo. Será un domingo caluroso, piensa. Habrá más gente de la habitual porque se acercan las fiestas de Pascua y la gente suele trasladarse de un pueblo a otro para hacer comercio. La mujer hace su trabajo con calma, no tiene prisa, la mañana apenas ha iniciado y mucha gente aún duerme. A pesar de la poca luz que se filtra por las ventanas, no se anima a encender una vela, últimamente han escaseado debido a la situación que se vive en la región y prefiere forzar sus ojos cansados antes que quemar reservas. Está sumergida en sus pensamientos, trabaja absorta, de forma casi mecánica. He de cardar una nueva manta, piensa consternada. Es un gasto que no puede permitirse pero no queda otro remedio. ¿Cuándo se lo diré?, ¿cuándo tendré el valor? Y como invocado por una fuerza sobrenatural, aparece su marido en el quicio de la puerta, viene calzándose las gastadas sandalias y espantando a los demonios del sueño. ¿Qué pasa, mujer? Pregunta como todas las mañanas pero sin esperar respuesta. Ella sólo sonríe melancólica. Debo decírselo ahora, debe saberlo de una vez aunque no estará muy contento, seis ya son demasiadas bocas. La vecina dice que uno debe aceptar con resignación los designios divinos. Pues sí, pero quién va a alimentar a este nuevo designio divino. Y sonríe de su propio pensamiento.
                ¡Ha llegado!
Se escucha la voz clara y aguda de un chico que va dando voces por la calle. Marido y mujer se miran. De momento no entienden.
¡Ha llegado a la aldea! ¡Se ha instalado en cuatro viviendas!
Parece canto de lechuza augurando muerte. La esposa nota como se le aguan los ojos. El marido siente que la respiración se le corta. A ella le tiemblan las manos sin control mientras que él se pone manos a la obra. De cualquier forma ya se había preparado para este momento. Con gran velocidad cierra el par de ventanas que componen la vivienda. Coge los maderos junto a éstas, los toscos clavos y el mazo. Clava con frenesí los maderos para tapiar las ventanas, como si con ello pudiera evitarle la entrada al enemigo. ¡Ayúdame, mujer! Ella parece salir de su ensimismamiento y corre en su ayuda. Ella sostiene los maderos, él los calva a la pared de madera apolillada y semipodrida. Con tal estruendo, los seis críos han despertado y acuden a la habitación que hace las veces de cocina y comedor, para ver qué sucede. Sólo tienen doce, ocho, siete, seis, tres y dos años de edad. Son tan pequeños, piensa la mujer, mis hijos.
El esposo se afana por clausurar puerta y ventanas, la mujer le ayuda. Los niños observan impertérritos, ajenos a cualquier cosa que no esté relacionada con un desayuno de caldo aguado y pan hecho en casa. Marido y mujer nunca sabrán que no será por ahí por donde habrá de entrar. Lo hará sigilosamente, sin que nadie lo perciba ni se dé cuenta, lo hará igual de noche que de día e irá montado sobre un conveniente transporte de cuatro patas y larga cola. Entrará a la casa sin que ninguno de los ocho integrantes pueda evitarlo, sin que ninguno sobreviva a su demencial ataque de negra muerte. Y yo nunca podré decirle que el hijo número siete viene en camino, piensa la mujer, ya nunca lo haré. Tiempo después exhala su último aliento