domingo, 28 de mayo de 2017
HAMBRE
La niña recogió
una manzana medio podrida del suelo y la engulló con avidez. Hacía más de 3
días que no llevaba bocado alguno a su estómago. Y éste tenía la perversa manía
de recordarle con aspavientos y dolores varios, la ausencia de alimento que lo
hacía estremecerse. Ni por un momento se le ocurrió la posibilidad de que la
manzana semipodrida le pudiera hacer algún daño. Su madre se habría horrorizado
de lo que estaba haciendo. Pero su madre no estaba ahí, hacía mucho que no
estaba. Y ella, con sus escasos 13 años tenía que decidir si se comía una
manzana en esas condiciones o pasaba un día más sin comer. Decidió hacer caso
omiso a la vocecilla materna que la prevenía del peligro. Es más, ni siquiera
se dio cuenta de que le hablaba. Sus tripas crujieron ansiosas y contentas al
sentir que, al fin, llegaba algo comestible a sus entrañas. La chiquilla se
sintió regocijada por un breve momento. Luego recordó que también debía
encontrar algo de agua, pero agua que no hubiera sido contagiada de esa absurda
enfermedad a la que todos temían y que nadie sabía de dónde había llegado y por
qué. La niña recorrió la pequeña cabaña con cautela, no fuera a ser que hubiera
todavía algunos enfermos que terminaran por contagiarla a ella también. Pero
todo era silencio, un absoluto y férreo silencio mortífero que helaba la
sangre. Se sintió de pronto invadida por ese sentimiento de soledad y abandono
que la venía persiguiendo desde hacía más de ocho meses. Desde que toda su
familia pereciera a causa de la peste negra, la embargaban esos sentimientos de
angustia y soledad que habían venido a instalarse a su vida con férrea determinación.
Pensó en los cadáveres....
...En los de sus padres y sus hermanos menores. En los de
sus abuelos y sus tíos. En los de sus amigos y sus primos. Todos. Todos habían
ido a parar a la pila de cuerpos que terminarían en una fosa común. Sin cruz
que los protegiese de los malos espíritus, sin bendición que los encaminara
hacia el edén, sin privacidad ni recato, sin absolutamente nada. La chiquilla
suspiró con tristeza y siguió su inspección por el interior de la cabaña. Quizá
podría hacer de esas cuatro paredes su hogar. Ahí se instalaría en lo que
venían tiempos mejores, en lo que conocía a un buen chico que la desposara y en
lo que llegaban los vástagos producto de ese matrimonio. Porque, a pesar de
todo, aún creía que podría volver la vida a la normalidad, que podrían retornar
los viejos tiempos. Entonces escuchó el crujir de la madera bajo unos pies. Son
pies de hombre, pensó. Eran pisadas fuertes, robustas. Tenían que ser las de un
hombre. Con la velocidad que da la necesidad de sobrevivir, se escondió detrás
de una gran mesa de pesadas patas redondas. Las patas habían sido hechas con
pedazos de tronco de árbol, por eso eran lo suficientemente anchas para cubrir
el cuerpo pequeño y menudo de la niña. Temerosa, sintiendo en la boca ese amargo
sabor a miedo, se abrazó a sus piernas y cerró los ojos con fuerza. Sabía que
si ella no podía verlo, él tampoco podría verla a ella. Así que se aferró a la
idea de que el hombre haría lo que tenía que hacer y se marcharía dejándola de
nuevo sola y en paz. El hombre –que a deducir por lo fuertes de sus pasos era
un tipo enorme— caminó por la habitación
que hacía las veces de cocina, estancia y dormitorio. Fue de un lado hacia otro
moviendo cacharros, leños y objetos varios. La chiquilla seguía con los ojos
muy cerrados a la espera de quién sabe qué. El hombre, efectivamente, no la
veía. Se felicitó a sí misma, sabía que se había escondido en el lugar adecuado
y que su empeño por cerrar los ojos la mantenía a salvo. Él siguió en lo suyo
yendo y viniendo sin percatarse de la presencia de la pequeña extraña. La niña
rezaba fervientemente, sabía que esto también ayudaría a no ser descubierta y a
poder luego escapar de ahí sin un solo rasguño. Pero sentía cómo latía
atemorizado su corazón. Dentro de su pecho, daba tremendos golpazos como si
fuera un mazo arremetiendo contra sus costillas. Y tenía la mandíbula tan
apretada que por un momento pensó que se escucharía fácilmente el rechinar de
sus dientes. Casi no respiraba. Sabía que no podría seguir así mucho tiempo
más, pues terminaría ahogándose o revelando su presencia. Estaba por asfixiarse
cuando sintió una manaza sobre su hombro y dio un respingo. Abrió los ojos
aterrada. El hombre, que efectivamente era como del tamaño de un gigante, comía
una pierna de pato rostizada sentado ante la mesa. Hasta ese momento, la
chiquilla se dio cuenta del delicioso aroma que flotaba en el ambiente y que el
miedo le había ocultado a su olfato. Sin mirarla, el hombre señaló el sitio en
la mesa frente a él. Un plato de pechuga de pato la esperaba. Entonces sus
miradas se cruzaron. La de él no era la expresión de un santo, pero ella supo que
todo estaría bien. La niña se incorporó lentamente del suelo, y con la
delicadeza y el sigilo de un gato, fue a sentarse frente al primer plato de
comida que tenía en meses.
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