Dicen que murió de peste negra, repitió por cuarta
vez la dependienta de la pizzería, con unos dolores que ya anunciaban su
ingreso a un mundo un poco más terrorífico que el infierno. El par de chicas
rieron con nerviosismo mientras una de ellas pagaba el consumo de ambas con:
una cantidad estratosférica de euros para la porquería de pizza que se come
aquí, así le diría a su amiga al salir del establecimiento. Pero qué importa,
respondió la otra, nos ha dado muchísima información buenísima para contar en
el hostal, acuérdate que hoy toca hablar de fantasmas en la tertulia de la
noche. ¿Tertulia?, ¿llamas tertulia a esa bola de idioteces que escupen por
cada poro un puñado de turistas ignorantes cuyo único interés es meterse a la
cama con cuanta escoba se encuentran en el camino? ¡Ay, qué pesada eres! Y
finalmente no es más que otra historia de fantasmas, una más entre mil. Bueno,
pero ésta hace referencia a alguien muy importante, un médico. El médico de la
peste… sí claro…
Mira, vamos por ése otro canal,
por ahí no hemos pasado todavía. Pero ése no nos va a llevar al hostal, va
hacia el otro lado de la isla y nosotras tenemos que ir hacia el este… ¡Tú qué
sabes de puntos cardinales!, eres tan norteada o más que yo… ándale, vamos. No,
yo mejor prefiero regresar al hostal. ¿No que tenías mucho espíritu de aventura?
Ya no tarda en caer la noche y no sería lindo que nos perdiéramos por todo
Venecia y sin siquiera poder tomar un taxi de regreso. ¿No será que la historia
del espíritu ése ya te dio miedo?, porque eres un poco miedosita, ¿no? ¡Claro
que no!, es sólo precaución, no sabemos italiano… ¿Y cómo es que le entendiste
a la pizzera toda su historia de miedo?... Porque la contó cuatro veces, en
algún momento le tenía que entender. Ash, bueno te concedo una pero eso no te
quita que seas una coyona… mira, por allá se ve un bar, si tenemos suerte, nos
ligamos a un par de papacitos italianos.
Murió entre escupitajos negros,
sudores sanguinolentos y delirios horrorosos, había dicho la robusta y
sonrosada dependienta. La muerte lo sorprendió como a medio mundo en aquél entonces,
sólo que éste era un muerto especial porque practicaba la medicina, curaba –o
decía que curaba- enfermos de una enfermedad de la que luego él mismo habría de
ser víctima. Pero lo peor fue que no pudo salvar a su hijita, una niña
pequeña…. Unos seis, siete años o así… se la cargó también la epidemia pero
para el pobre hombre fue peor que ver morir media ciudad vencida por la
epidemia. Era su luz, su único lazo con este mundo… entonces juró venganza,
porque le echó la culpa a la ciudad, ¿sabes?… y decidió que morirían todos los
que tuvieran que morir sin que él moviera un dedo para salvarlos. Y, en efecto,
murieron cientos, miles… sin que él hiciera nada para darles siquiera un buen
morir… fue entonces cuando se contagió él, que creía que por ser médico de la
peste no iba a sucumbir, ¡qué idiota! En cambio, se enfermó y en cinco días se
lo estaba llevando la góndola de los cadáveres. Pero no quedó ahí, se murió tan
furioso de haber perdido a su única hija que no ha podido descansar en paz
desde entonces… Así que de vez en cuando aparece por el puente del Rialto con
su abrigo largo, su sombrero redondo y su máscara de con nariz en forma de pico
de ave para guardar hierbas aromáticas que le evitaran la desgracia de oler a
la muerte. ¡Para lo que le sirvió la ridícula máscara! Dicen que si lo ves, te
contagias de algo, aunque sea de gripa.
Pero
el galeno no va en busca de catarros, tosesitas con flemas, entuertos o
inofensivas jaquecas. Busca un culpable entre los culpables. Alguien que reciba
su justo castigo por haberle arrebatado su tesoro… su único tesoro. Se la llevó
en su momento más bello, cuando se es demasiado inocente para saber las cosas
de la vida… Era un ángel, dijo en voz alta cuando subieron el diminuto cuerpo a
la góndola de la muerte. Echarán los cuerpos al mar para que se los coman las
criaturas del fondo, se contaminarán las aguas venecianas de esa maldita muerte
negra, reflexionó el médico de la peste mientras veía alejarse la embarcación que
se llevaría a su hija para siempre. Maldita Venecia, dijo en voz alta, maldita
ciudad funesta. Y como en un ensueño de neblina, bruma y dolor, vio aparecer
por el puente del Rialto a dos mujeres que parecían pasear sin ninguna zozobra
a cuestas. Forasteras, dijo entre dientes, odio a los forasteros igual que a la
muerte negra. Son la misma plaga pero disfrazada. Las vio reír, discutir
cuestiones que no llegaban a su entendimiento; también las vio preguntar a un
transeúnte por una referencia. Están perdidas, pensó, tan perdidas como mi
hija, como mi pequeña… El doliente padre se calzó la cabeza con el sombrero
redondo, se colocó la máscara de pico de ave para cubrirse del contagio… y las
siguió…
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