Espera con serena paciencia la llegada del nuevo día mientras
mezcla con parsimonia los ingredientes. Ha de preparar una hogaza de pan. Una para
su pequeña familia y varias más para vender en el mercado de la abadía para ese
domingo. Será un domingo caluroso, piensa. Habrá más gente de la habitual
porque se acercan las fiestas de Pascua y la gente suele trasladarse de un
pueblo a otro para hacer comercio. La mujer hace su trabajo con calma, no tiene
prisa, la mañana apenas ha iniciado y mucha gente aún duerme. A pesar de la poca
luz que se filtra por las ventanas, no se anima a encender una vela,
últimamente han escaseado debido a la situación que se vive en la región y
prefiere forzar sus ojos cansados antes que quemar reservas. Está sumergida en
sus pensamientos, trabaja absorta, de forma casi mecánica. He de cardar una
nueva manta, piensa consternada. Es un gasto que no puede permitirse pero no
queda otro remedio. ¿Cuándo se lo diré?, ¿cuándo tendré el valor? Y como
invocado por una fuerza sobrenatural, aparece su marido en el quicio de la
puerta, viene calzándose las gastadas sandalias y espantando a los demonios del
sueño. ¿Qué pasa, mujer? Pregunta como todas las mañanas pero sin esperar
respuesta. Ella sólo sonríe melancólica. Debo decírselo ahora, debe saberlo de
una vez aunque no estará muy contento, seis ya son demasiadas bocas. La vecina
dice que uno debe aceptar con resignación los designios divinos. Pues sí, pero
quién va a alimentar a este nuevo designio divino. Y sonríe de su propio
pensamiento.
¡Ha
llegado!
Se escucha la voz clara y aguda de
un chico que va dando voces por la calle. Marido y mujer se miran. De momento
no entienden.
¡Ha llegado a la aldea! ¡Se ha
instalado en cuatro viviendas!
Parece canto de lechuza augurando
muerte. La esposa nota como se le aguan los ojos. El marido siente que la
respiración se le corta. A ella le tiemblan las manos sin control mientras que
él se pone manos a la obra. De cualquier forma ya se había preparado para este
momento. Con gran velocidad cierra el par de ventanas que componen la vivienda.
Coge los maderos junto a éstas, los toscos clavos y el mazo. Clava con frenesí
los maderos para tapiar las ventanas, como si con ello pudiera evitarle la
entrada al enemigo. ¡Ayúdame, mujer! Ella parece salir de su ensimismamiento y
corre en su ayuda. Ella sostiene los maderos, él los calva a la pared de madera
apolillada y semipodrida. Con tal estruendo, los seis críos han despertado y
acuden a la habitación que hace las veces de cocina y comedor, para ver qué
sucede. Sólo tienen doce, ocho, siete, seis, tres y dos años de edad. Son tan
pequeños, piensa la mujer, mis hijos.
El esposo se afana por clausurar
puerta y ventanas, la mujer le ayuda. Los niños observan impertérritos, ajenos
a cualquier cosa que no esté relacionada con un desayuno de caldo aguado y pan
hecho en casa. Marido y mujer nunca sabrán que no será por ahí por donde habrá
de entrar. Lo hará sigilosamente, sin que nadie lo perciba ni se dé cuenta, lo
hará igual de noche que de día e irá montado sobre un conveniente transporte de
cuatro patas y larga cola. Entrará a la casa sin que ninguno de los ocho
integrantes pueda evitarlo, sin que ninguno sobreviva a su demencial ataque de
negra muerte. Y yo nunca podré decirle que el hijo número siete viene en
camino, piensa la mujer, ya nunca lo haré. Tiempo después exhala su último
aliento.
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